The GreenHouse
When he was a child, he used to play in the greenhouse. I always was imagining that behind those huge callas, tiny beings lived, some hairy, others beardless, accompanied by fairies and nymphs. Nearby lived orchids of a deep pink color, which contrasted with the lush green of the stems of slender red roses. So, thinking of those little beings and how to make their lives easier, I dedicated myself to building them some small wooden houses in which I had everything necessary to make them feel comfortable. One cold morning I sneaked into the greenhouse. The raindrops slid down the glass roof and their melodious presence called nature to pray. Suddenly, from inside one of the little houses, there slipped a sound that I interpreted as a nervous but friendly greeting. It was a delicious being. He was called Shzum. He confessed to me that he was the spirit of Mozart. And with the rest of his companions, also spirits of musicians, they were performing eternal concerts in the eternal nights of that crazy greenhouse. So if you strain your ears, you could hear the amazing classic compositions of all time. And the years went by. And one day I invited Daniel Barenboim to my house to let him in on my secret. What was my surprise when he confessed to me that a little before debuting at the age of seven, he already knew the existence of those spirits that since then accompany him in his performances.
El invernadero
- Cuando era niño, solía jugar en el invernadero. Imaginaba que detrás de aquellas enormes calas, habitaban seres diminutos, peludos unos, barbilampiños otros, acompañados por hadas y ninfas. Cerca habitaban las orquídeas de un color rosa intenso, que contrastaba con el lujurioso verde de los tallos de unas esbeltas rosas rojas. Así que, pensando en aquellos pequeños seres y en cómo facilitarles la vida, me dediqué a construirles unas pequeñas casas de madera en las que dispuse todo lo necesario para que se sintieran cómodos. - Una fría mañana entré con sigilo en el invernadero. Las gotas de lluvia resbalaba por el techo acristalado y su melodiosa presencia llamaban a la oración de la naturaleza. De repente, del interior de una de las casitas se deslizó un sonido que yo interpreté como un nervioso pero amistoso saludo. Se trataba de un ser delicioso. Se llamaba Shzum. Me confesó que era el espíritu de Mozart. Y con el resto de sus compañeros, también espíritus de músicos, interpretaban eternos conciertos en las noches eternas de aquel loco invernadero. De manera que si se aguzaba el oído, se podían escuchar las increíbles composiciones clásicas de todos los tiempos. Y pasaron los años. Y un día invité a casa a Daniel Barenboim para hacerle partícipe de mi secreto. Cuál fue mi sorpresa cuando me confesó que un poco antes de debutar a la edad de siete años, ya conocía la existencia de aquellos espíritus que desde entonces le acompañaban en sus interpretaciones.