Dieron las once las campanas del reloj de la iglesia, y como
cada noche salió a la calle y se dirigió a la capilla situada a unas cuantas
calles de su casa. El olor a jazmín inundaba la noche. Abrió la puerta y entró
en el lugar sagrado. La luz de las velas proyectaba trémulas sombras sobre las altas
y descarnadas paredes. Nadie había allí excepto las imágenes de la Virgen y los
Santos, y en el altar la imponente talla de Jesús crucificado. La capilla era
su refugio desde que perdió a su familia en la epidemia de peste negra. Se arrodilló
y estuvo rezando durante más de una hora. Siempre lo hacía en el espacio que
separaba un día de otro. Tenía el convencimiento de que la oración en esos momentos
en los que acaba un día y empieza a nacer el siguiente, aseguraba la protección
de Dios a los que ya no estaban con él.
Había vuelto de su estancia en las islas, donde se encontraba
ejerciendo como médico en el ejército. Confusas noticias le llegaron sobre
la situación de su familia. Todos ellos habían enfermado. Viajó en cuanto pudo
en una carabela infestada de enfermos y heridos que eran repatriados a la
península. Cuando llegó a la ciudad, le dieron la terrible noticia. Su mujer e
hijos habían fallecido como consecuencia de la peste que se había propagado
desde Francia.
Habían transcurrido ya tres meses desde que volvió para
intentar saber dónde estaban enterrados sus seres queridos y él, prácticamente
muerto en vida, no había conseguido superar su pérdida.
Cuando terminó sus súplicas al Santísimo, abandonó la
capilla. Su casa, vacía, le esperaba de nuevo. Empujó lentamente la puerta y el
silencio ensordecedor le producía un intenso dolor. Los recuerdos volvían a
invadir sus sentidos embotados por el sufrimiento. Lentamente se dirigió al
dormitorio. A través de la pequeña ventana se colaban los aromas a lavanda del
exterior.
Alguien llamaba insistentemente a la puerta. Era muy tarde. El
médico se vistió apresuradamente y corrió hacia la entrada para preguntar:
-¿Quién llama? ¿Quién es?
-Somos tu mujer y tus hijos.
Presa del pánico, el médico no daba crédito a lo que acababa
de escuchar. Pensaba que estaba teniendo una pesadilla.
-Abre, por favor.
¿Es posible? Después de tanto sufrimiento. Después de intentar
asimilar la ausencia de los que habían dado sentido a su vida… ¿Es posible que
sean ellos?
La oscuridad de la noche no le permitía identificar a sus
visitantes, pero la voz de su mujer era inconfundible. Ella empezó a sollozar y
se abrazó a él con la desesperación que sólo alguien que ha estado a punto de
morir puede experimentar. Sus hijos se abrazaron a ellos, y así permanecieron
durante un rato. La fortuna había querido que, cuando la peste alcanzó la
ciudad, en su huida conocieran a un médico con el que viajaron lejos de las zonas
afectadas y que consiguió mantenerlos con vida.