En una de las paredes del espacioso salón se podía admirar un
bargueño de finales del siglo XVII. Un reloj colgaba de la pared justo encima
del bargueño. Cuando era niño visité esa casa muchas veces, y el péndulo del
reloj cautivaba mis sentidos, hacía que me concentrara en el movimiento suave y
regular de aquel péndulo. El anfitrión, siempre enfundado en una lujosa bata de
satén, fumaba todos los días en una cachimba durante media hora, al tiempo que
se dedicaba a la lectura de algún clásico. Era un señor alto, delgado y con
unas facciones agradables. Siempre que visitaba a su hijo me dedicaba una
calurosa sonrisa.
Han transcurrido muchos años. Mi amigo de la infancia ha
muerto hace unas semanas. Me sorprendió la llamada del notario para informarme
de la existencia de una carta que mi amigo me había dejado.
Hoy, delante de ese reloj, acuden a mi mente los recuerdos
de una casa en la que la armonía familiar propiciaba un ambiente cómodo y
agradable. Lo que de ninguna manera me podía imaginar es que detrás de ese
reloj que tantas veces contemplé, permanecía emparedado el padre de mi amigo.
Ese era precisamente el contenido de la carta que me entregó el notario. En
ella confesaba que después de tantos años de extraordinario sufrimiento al que
lo sometía su padre, decidió asesinarlo.
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