África, infinita, inasible, principio y fin de todo.
Sentimiento de culpa, de abandono, cada vez que me veo obligado a partir. Mi
hogar ya está en otras tierras, en otro continente; mi alma permanece aquí, y
se desgarra cada vez que, derrotado, tengo que decir adiós. Lejos, culturas
ajenas, ruido de coches, afán diario por
sobrevivir, intrincados caminos por los que transitar para construir el hoy y
asegurar el mañana.
África son, mis padres, mi familia, los atardeceres rojos,
las noches colgadas de estrellas. Es la perpetuación de la vida, el eterno retorno a los orígenes.
Cuando era niño, durante un paseo nocturno con mi padre le
pregunté si podría vivir toda mi vida allí, donde nací y donde recibía tanto
amor cada día. Mi padre hizo un gesto de duda y me contestó ‘Dios quiera que
así sea’.
Mis hijos no han nacido en África, no han vivido África, son
el frágil eslabón entre la tradición y lo nuevo, lo desconocido. Desvelos,
preocupaciones, y una necesidad vital de que hubieran vivido lo que yo he tenido
la suerte de experimentar desde que era un niño. No ha sido posible. Han vivido
otro mundo, otra realidad incomprensible para mí.
Ignorante de esta otra realidad, ayer recibí la noticia de
que uno de mis hijos murió en un atentado. Formaba parte de la célula
terrorista que atacó el Parlamento. Esta es la terrible recompensa por tanto
esfuerzo y dedicación. Mi amada África.
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